9.06.2013

estreno












“Recién nacida. Abro los ojos. Me derrito en la noche eterna”. Éstas son las primeras palabras pronunciadas en To the Wonder. Palabras que, como el resto de los ingredientes que conjuga Terrence Malick en sus trabajos, son capaces de desatar toda clase de reacciones opuestas y exacerbadas. Es sencillo adivinar las razones de la polarización de opiniones que genera cada nueva película del director. Se ha vuelto rutinario escuchar sobre la mezcla perfecta de aplausos y rechiflas —y hasta risas— que irrumpe el silencio una vez terminada la proyección de sus cintas en festivales —reacciones que, cabe decir, sólo muestran el mediocre estado en el que se encuentra el periodismo de espectáculos hoy en día—. Y es que esa mezcla tan característica de  solemnidad, candidez, poesía y misticismo, es tanto aliada como enemiga en un mundo en el que genera mayores escarnios poner la mira en lo trascendental que en lo frívolo.

To the Wonder, el más reciente trabajo del célebre y enigmático director, se adentra aún más en las aspiraciones narrativas que ya mostraba The Tree of Life, sustituyendo totalmente los beats dramáticos por compases y movimientos —físicos, visuales, editoriales, musicales—, convirtiendo su película en un ballet de sensaciones. La mancuerna que el autor ha mantenido con Emmanuel Lubezki en la fotografía sigue generando cuadros hermosos e indelebles, que le devuelven protagonismo al mundo real y lo dotan de un halo de asombro que el cine ya reserva casi únicamente para sus productos de ciencia ficción y fantasía. El resultado es, una vez más, toda una experiencia sensorial, más alejada que nunca de esas pretensiones de intelectualidad que muchos espectadores erróneamente le endilgan a la obra de Malick. De nuevo, ésta es más una meditación que una rigurosa reflexión.

Las poco ortodoxas reglas con las que el autor juega —y la razón por la cual sus trabajos son tan inclasificables y quizá tan dignos de las pasiones que desatan, tanto favorables como adversas— incluyen en este caso una ausencia de guión, un énfasis en la fisicalidad improvisada, un estilo de filmación más afín al documental que al drama (con cámara en mano e iluminación casi únicamente natural), una radicalización de la elipsis (muestra efecto mas no necesariamente causa), un intercambio de diálogos por entrecortados y susurrados rezos. Poco a poco, las cintas de Malick parecen irse vertiendo cada vez más hacia su particular idiosincrasia, sin mayores consideraciones. Con todo, su cine sigue cultivando una audiencia que lo ansía, desmenuza y atesora. Y un sinfín de detractores, por supuesto.

To the Wonder podría considerarse el trabajo más polarizante del director (con todo y que es una película mucho más enfocada que The Tree of Life, cuyas miras cósmicas alienaron a algunos espectadores). Más que una historia, podríamos hablar de una premisa que le permite a Malick situar frente a nosotros a dos amantes —el norteamericano Neil (Ben Affleck) y la francesa Marina (Olga Kurylenko), quien cuida de una hija— mientras que ambos se descubren incapaces de traducir el idílico romance enmarcado por el paisaje parisino en el que se conocieron hasta la esfera doméstica en un pequeño pueblo de Oklahoma donde, tras mudarse, intentan construir fallidamente un hogar. Ahí el director los empata de manera arbitraria con el Padre Quintana, un sacerdote hundido en pleno conflicto de fe (interpretado por Javier Bardem) y Jane (Rachel McAdams), una joven divorciada que se revela como un nuevo interés amoroso para Neil, durante una separación momentánea con Marina. El cuadro es básico. Lo que sigue es la sinfonía de imágenes a la que Malick ya nos va acostumbrando, con sus ya conocidos desconciertos y —hay que decirlo— sus muy particulares maravillas.

Los personajes de Malick son más bien presencias. Figuras de resonancia arquetípica, poseedoras de una profundidad engañosa —aparentemente ausente en un principio— que comienza a revelarse apenas con el marinar de sus siluetas en nuestras memorias. Son entidades que nunca dejan de moverse, como fantasmas recorriendo los lugares del delito, deambulando en la pantalla con semblante y cadencia específicos, recorriendo espacios —casas a medio amueblar, barrios acorralados por la pobreza o sublimes paisajes naturales— que dicen tanto o más de sus dilemas y estados mentales —así como de los temas de la obra— que esos diálogos faltantes.

La protagonista es, sin duda, Marina —citada así en los créditos finales pero, según recuerdo, nunca llamada por su nombre en la película—, interpretada por una memorable Olga Kurylenko que, en perspectiva, hace palidecer nuestras memorias de muchas de las mujeres enamoradas en el cine. Esto se deba quizás a que su personaje, de alguna manera, es el enamoramiento. La actriz ucraniana —de belleza y expresividad desbordantes— es reveladora en su retrato cuasi-dancístico de una mujer poseída por un amor desatado, que la llena y la vacía en idénticas magnitudes. El suyo es un personaje apasionante —lleno de fascinación por el mundo, pero sin anclaje alguno hacia el mismo (o hacia ningún otro fin que no dirija al ser amado)—, al que Kurylenko llena certeramente de matices diversos y muy palpables. Inocencia, inquietud, ternura, emoción, decepción, vulnerabilidad, fortaleza, certeza, duda, violencia. Todo eso está ahí, contenido en su menuda e hiperactiva figura.

Ben Affleck, un actor más bien tieso cuya falta de expresividad es usada aquí con sapiencia, representa el polo opuesto. La tragedia de su personaje es su falta de presencia en el mundo. La incapacidad de ver —y por lo tanto, sentir— el ahora desenvolviéndose frente a sus ojos. Neil es la personificación de la tibieza de la que habla el sacerdote en uno de sus sermones; esa inmovilidad  con la que ‘Dios no puede hacer nada’. El estoicismo masculino que culmina en una irremediable y sistemática desconexión emocional. No es incomprensible entonces que su personaje sea prácticamente mudo; que sean su espalda y cuando mucho su perfil —casi nunca se le mira de frente— nuestro único contacto visual con el mismo. Tampoco es extraño que sea él la presencia más espectral e impenetrable de la cinta, aunque se encuentre en la mayoría de sus fotogramas.

El padre Quintana, por otra parte, es el reflejo de una acepción distinta del amor. Ese amor que le da sentido a las cosas y que en este caso el director decide vestir sin miramientos de la tradición judeocristiana —haciendo brotar con esto ámpulas en algunos—. El retrato que realiza Javier Bardem del ideal del sacerdote —ese que algún día sintió un amor tan grande por Dios como para dedicar la vida a su servicio— es también notable y particularmente efectivo cuando encarna la pérdida de la vocación de su personaje como una ausencia que se vuelve cada vez más paralizante. Es fascinante verlo percibir sus obligaciones de manera primero incierta —paseándose indeciso por los porches de sus feligreses para luego abandonarlos sin más— y después amenazante —escondiéndose, por ejemplo, de una endurecida mujer que alguna vez rechazó su ayuda y ahora la demanda con gritos y golpes a las puertas y ventanas de su casa (con el cínico y extrañamente adecuado llamado de “loverboy”)—. Él, desde su propia trinchera, ve su vida aquejada por la misma vaguedad que colma a la de los otros personajes de la cinta. La suya es también, finalmente, una crisis amorosa.

En To the Wonder, Malick se interesa más en escudriñar esos dolores eternos que cargamos los humanos en nuestra búsqueda eterna y confusa de amor, que en presentar una historia romántica a la usanza común. Su amor es conceptual. Es una entidad y una voluntad. Es la célula de la que emana nuestra sabiduría, pero también nuestra sed. Por eso está ahí la devoción de un sacerdote por su Dios que —al igual que en la pareja principal— lo impulsa a una promesa que ya no entiende bien. La cinta habla de un amor inmenso, sí, pero también elusivo. Tan gigantesco que se escapa. Tan luminoso que nos ciega. Tan vasto que sólo puede ofrecernos breves y paulatinas visitas.  “¿Por qué no para siempre? ¿Por qué tenemos que bajar?”, pregunta el personaje de Kurylenko a sus adentros, con la añoranza que se apodera de nosotros cada vez que un fracaso de nuestra capacidad de amar cimbra los fundamentos más profundos de nuestra existencia; esa añoranza de sentido, tras el dolor innegable de la pérdida. El director, con sus inusuales métodos, logra desnudar la conexión íntima que el revés amoroso guarda, en los rincones más oscuros de la conciencia, con nuestros temores añejos de defectuosidad: ¿Porqué decide abandonarnos ese amor que alguna vez fue? ¿Qué incapacidad intrínseca nos impide retenerlo para siempre? ¿Porqué lo sentimos y luego no?

El desenlace de la cinta es vago con el destino de sus protagonistas, mas no así con el sentir del director sobre sus temas. Y no es que Malick nos ofrezca respuestas claras. No endulza tampoco su desenlace con complacencias. Prefiere de nuevo la desorientación que usualmente dejan sus cintas al irse finalmente a negros (y que ya luego, después de abandonado el cine, puede comenzar a acomodarse). Pero tiene la amabilidad de integrar, antes de eso, un poco de reconciliación a través del personaje de Bardem, quien parece comenzar a recobrar su fe tras aceptar al fin, sin limitaciones, el llamado de auxilio de sus hermanos; un llamado que sus inseguridades le incapacitaban para cubrir. Pareciera proponer que el amor nace de su propio ejercicio —y no al revés—. Pareciera advertirnos sobre la futilidad de esperar congelados a que se conjure mágicamente frente a nosotros porque ahí está ya, puesto en todo. En el volar de los pájaros bajo el rosado atardecer. En el campo de hierba seca detrás de nuestros patios. En la herida del enfermo. En la vejez del anciano. Ahí podría estar el amor. Retándonos para aprender a darlo y así tal vez, finalmente, poder verlo a la cara.

“Gracias, amor que nos ama”. Éstas son las últimas palabras pronunciadas en To the Wonder.

En pocas palabras: Trascendental. Hermosa. Profunda. Ridícula. Pretenciosa. Una pérdida de tiempo. To the Wonder es, como toda película de Terrence Malick, un enorme y maleable contenedor para los ingredientes que cada quién lleve —de acuerdo a sus sensibilidades— a la mesa. Un filme artesanal y generoso, inusual y —por todo lo anterior— sumamente agradecible.

¿Te lo explico con estrellitas?: