12.27.2013

especial



Muchos estaremos de acuerdo en que el 2103 fue un año sólido para el cine. La siguiente lista celebra las películas que más resonaron en mi año cinéfilo y considera aquellas que tuve la oportunidad de ver durante el mismo, siempre y cuando se estrenaran en México —comercialmente o en muestras y/o festivales— o en alguna plataforma internacional de video on demand. Me atrevo a incluir además un pequeño mash-up con las diez películas seleccionadas en esta lista, como un pequeño homenaje y agradecimiento a los dioses del cine, que este año nos consintieron tanto. Espero disfruten de este combo. Les deseo un feliz 2014. Nos vemos en el cine.





1. THE MASTER (USA — Paul Thomas Anderson)

La película más enigmática y críptica de Paul Thomas Anderson no es sino una larga y hermosa disertación cinematográfica sobre el dilema humano por excelencia: la eterna pugna entre el instinto dominador —nuestro lado civilizado y civilizante, que aquí se expresa en la figura de un carismático e indudablemente fraudulento gurú espiritual interpretado por Philip Seymour Hoffman— y el instinto salvaje —un Joaquin Phoenix primitivo, alcohólico, hipersexual, brutalmente sincero y extrañamente seductor—. The Master es la parabólica historia de amor-odio entre el domador y la bestia, cuyo fascinante idilio termina evocando el eterno duelo de la atribulada mente humana. Una obra hechizante, por momentos desconcertante, pero plena en todo momento de misterio y belleza.


2. SAMSARA (USA — Ron Fricke)

Repleto de impresionantes imágenes recolectadas a lo largo de 5 años en una veintena de países —quizá las más prístinas jamás capturadas—, éste extraordinario filme de Ron Fricke, carente en su totalidad de diálogos, nos muestra la belleza abrumadora de nuestro planeta en oposición a unos menesteres humanos a veces sublimes, a veces escabrosos y en los peores casos, francamente absurdos. Ver Samsara —pieza de compañía de la ya célebre Baraka— es vernos a nosotros mismos a través de un telescopio. El resultado —además de tratarse de una experiencia audiovisual y narrativa sobresaliente— es necesario y revelador, pues arroja una nueva luz sobre muchas de las paradojas de la vida moderna. Fricke nos enfrenta con su lente a realidades que conocemos pero jamás hemos podido ver de cerca —algunas de ellas maravillosas— y a otras que nos hemos empeñado en aprender a olvidar, aunque se encuentren día a día frente a nuestros ojos. Su propuesta es relevante no sólo en su carácter revelatorio, sino en su abierta invitación a la elección.


3. LA VIE D'ADÈLE (Chapitres 1 & 2) (Francia, España, Bélgica — Abdelliatif Kechiche)

Una hermosa intromisión —detallada, paciente y por momentos abrumadora— en el fluir de experiencias de una persona —difícil llamarle personaje— en el pleno florecimiento de su identidad sexual, amorosa y humana. El mayor logro de Abdelliatif Kechiche es lograr conjurar con su narrativa un vaivén hipnotizante de momentos aparentemente ordinarios —mas no por eso poco fascinantes— y otros evidentemente decisivos en la incipiente existencia de su protagonista —la Adéle del título—, echando mano de poco más que su cámara y un estupendo grupo de actores (destacando Léa Seydoux y especialmente Adèle Exarchopolous). Kechiche convierte al close-up extremo —un recurso usualmente molesto si se le abusa— en un efectivo y extraño aliado, compenetrándonos con su protagonista de manera tal que, de pronto y sin darnos cuenta, nos resulta tan cercana en gestos y sensaciones como una amiga de la infancia.


4. FRANCES HA (USA — Noah Baumbach)

Con una excepcional y ultra-carismática Greta Gerwig en el rol principal, esta comedia brilla por sus acertadas observaciones sobre el adulto joven urbano —ese ente atrapado entre la inacción y el exceso de opciones, obligado por el mundo a autodefinirse limitadamente o deambular en el limbo de la indecisión—. Con fotografía en blanco y negro, minimalismo casi naturalista y ecos a un tipo de cine que ya no existe, Noah Baumbach logra una cinta ágil, mordaz, desarmante en su honestidad y sutil pero contundentemente conmovedora, evitando remarcablemente bifurcarse hacia ese cinismo posmoderno cada vez más frecuente en trabajos independientes que, como éste, aspiran a la franqueza. Frances Ha se trata quizá del primer intento sincero e inteligente de retrato generacional que hemos visto en mucho —pero mucho— tiempo.


5. THE ACT OF KILLING (Dinamarca — Joshua Oppenheimer)

Joshua Oppenheimer logra el documental más importante de los últimos años abordando la  ‘obra’ de Anwar Congo, uno de los asesinos más célebres de la historia —quien mató con su propia mano una parte sustancial del millón de comunistas que el gobierno militarizado de Indonesia tuvo que borrar del mapa en los 60’s para proliferar—. La genialidad de Oppenheimer consiste, más allá de la selección de su personaje —meritoria de por sí—, en la brillante ocurrencia de proponer al autodenominado gangster realizar una recreación dramatizada, con total control creativo, de las hazañas que le dieron la fama y lo convirtieron en una celebridad en su país. El reto, que entusiasma enormemente a Congo pues promete un despliegue incontenido de orgullo y megalomanía —y porque aparentemente todos encontramos irresistible la idea de jugar al cinito— poco a poco comienza a revelarle, involuntariamente, una empatía sorpresiva por su victimario, orillándolo a una especie de expiación inevitable y dolorosa. El mayor interés del filme, por encima de la insólita descripción de un régimen totalitario (y de los posibles paralelismos sociopolíticos aplicables), reside en constituir un interesante y original documento sobre los mecanismos del remordimiento, mismo que, conforme avanza la película, podemos ver tomando fantasmagórica posesión de un protagonista que, sin querer —aún con el único y llano propósito del auto-homenaje—, aprende que los horrores cometidos tarde o temprano terminan cobrando factura.


6. BEFORE MIDNIGHT (USA — Richard Linklater)

La tercera parte de la trilogía comenzada en 1995 por Richard Linklater, Ethan Hawke y Julie Delpy sorprende por su voluntad, hasta el momento inédita, de llevar a sus personajes —Jesse y Céline— hacia los rincones más amargos —casi fatídicos— a los que puede llegar una relación amorosa. Si bien los resultados han sido cada vez menos ligeros por entrega, los matices que aquí revelan sus personajes —corroídos por la costumbre, los sacrificios, los resentimientos— así como los temas que se despliegan entre cada conversación —la inexorabilidad del paso del tiempo siendo uno de los más importantes— terminan constituyendo una película mucho más sombría que las anteriores, pero igualmente —o tal vez aún más— entrañable y conmovedora. Delpy y Hawke brillan como nunca antes en su interpretación de la célebre dupla en su caótica —aunque necesaria— noche oscura del alma.


7. STORIES WE TELL (Canada — Sarah Polley)

Sarah Polley pone frente a la cámara a sus familiares y allegados más cercanos para desentramar un misterio familiar —su fallecida madre pudo haber tenido (o no) un affair de repercusiones mayores a las sospechadas—, logrando a través de testimonios, acertadas (y estilizadas) dramatizaciones y viejas películas caseras, un documental íntimo y sumamente emocional. La hazaña es de por sí mucho más interesante de lo que podríamos imaginarnos con su mera descripción, pero el mayor logro de Polley es terminar evocando —desde los confines de su vieja casa y por medio de su propia historia— la importancia de la narrativa en la concepción del individuo de su propia existencia. Stories We Tell nos revela con fascinación cómo nuestra vida jamás podrá ser asimilada en su totalidad, sino como pequeños fragmentos que hilvanamos unos con otros —esas historias que nos contamos— cuyo significado se vislumbra apenas en retrospectiva. Tal vez nunca nadie haya logrado algo más bello sacando a relucir los trapos sucios familiares.


8. TO THE WONDER (USA, Terrence Malick)

Lo más cercano que ha realizado Terrence Malick a una pieza de ballet —narrativamente hablando— terminó convirtiéndose previsible e injustamente en su cinta menos apreciada. Resulta difícil sumarla en unas cuantas palabras, pero basta decir que el tema con el que el controvertido director juega en esta ocasión es el amor —el de pareja y el que se profesa a la divinidad (que parece proponer, no son sino extensiones de la misma cosa)— sumando para la hazaña sus ya conocidos métodos (incluyendo la cada vez más deslumbrante fotografía de Emmanuel Lubezki). Como el resto de los trabajos de Malick, el resultado es evocador y desconcertante. Para los ojos y sentidos de quien esto escribe, una de las experiencias más sensoriales y bellas que surgieron del celuloide en este casi extinto año.


9. GLORIA (Chile — Sebastián Lelio)

Hay vida después de los 50’s. Hay amor después del divorcio. Hay pasión después de la menopausia. Y hay, precisamente, mucha gloria en este cándido retrato —natural y profundamente fresco— de una cincuentona que jamás abandonó la curiosidad (interpretada por una valiente y carismática Paulina García, a quien todos quisiéramos de tía). Sin volverla una visión romántica de la madurez —existe la debida presencia de fajas, gruesas diaptrías y hasta un poco de existencialismo con dejos de mid-life crisis— Sebastián Lelio, su director y escritor, imprime un inusual sentido de la aventura a los pormenores de su heroína, convirtiendo a su cinta en una gozosa y extrañamente esperanzadora celebración del inicio de la vejez.


10. THE BLING RING / SPRING BREAKERS (USA — Sofia Coppola / Harmony Korine)

Dos cintas muy similares en esencia, de temáticas y acabados sumamente contemporáneos, provenientes de dos autores que no podrían ser más opuestos y que sin embargo coinciden en esta ocasión en su enfoque: abordar sus obras desde una glorificación aparente —pero sólo aparente— de las problemáticas que exponen. La intención que Sofia Coppola y Harmony Korine comparten en sus trabajos más recientes parece ser únicamente sumergir a su público en los universos de los jóvenes criminales que retratan —regodeándose en la estética, los símbolos y los valores tanto de los entornos en los que se desenvuelven y como de aquellos que anhelan—. Ni Coppola ni Korine parecen estar interesados en hacernos entender a profundidad de dónde surgen las mundanas aspiraciones de sus protagonistas —eso se lo dejan a su público— y lo más interesante de ambas cintas es que a pesar de que en ningún momento decidan emitir juicios morales extremadamente claros sobre lo que están narrando —al contrario, parecieran evadirlos—, terminan manifestando de manera más que clara su verdadera vocación: evidenciar la íntima relación que guarda el atractivo de ciertos rituales modernos —el estado de fiesta totalizante que es el spring break gringo  y el culto a la celebridad— con la profunda decadencia de la sociedad misma que los crea y prolifera. Tanto The Bling Ring como Spring Breakers emplean para su discurso la voz fría y enajenada de los valores que critican —un ejercicio poco común y sin embargo efectivo— y que germinan en una juventud que recita canciones de Britney Spears como su único credo y adivina el diseñador de un par de zapatos caros con tan sólo vislumbrarlos. Nos hablan desde las entrañas de una generación incapaz de generar ambiciones más allá del dinero, el poder, la fama y los objetos.


MENCIONES HONORÍFICAS:

INSIDE LLEWYN DAVIS (USA — Joel & Ethan Coen) / AMOUR (Austria, Francia, Alemania — Michael Haneke) / BEASTS OF THE SOUTHERN WILD (USA — Behn Zeitlin) / AIN’T THEM BODIES SAINTS (USA — David Lowery) / BLUE JASMINE (USA — Woody Allen) / THE PLACE BEYOND THE PINES (USA — Derek Cianfrance) / SEARCHING FOR SUGARMAN (Suecia, Reino Unido — Malik Bendjelloul) / POZITIA COPILULUI (La Postura del Hijo) (Rumania — Calin Peter Netzer) / THE INKEEPERS (USA — Ti West)


BOTTOM 3:

No ahondaré en esta ocasión en las razones, pero estos fueron los tres momentos menos agradables —o más decepcionantes y/o incrédulos— que pasé viendo una película este año (en el siguiente orden de 'mérito'):

1. L'ÈCUME DES JOURS (Amor Índigo) (Francia — Michel Gondry)
2. LES MISERABLES (USA, Reino Unido — Tom Hooper)
3. LOS AMANTES PASAJEROS (España — Pedro Almodóvar)

9.06.2013

estreno












“Recién nacida. Abro los ojos. Me derrito en la noche eterna”. Éstas son las primeras palabras pronunciadas en To the Wonder. Palabras que, como el resto de los ingredientes que conjuga Terrence Malick en sus trabajos, son capaces de desatar toda clase de reacciones opuestas y exacerbadas. Es sencillo adivinar las razones de la polarización de opiniones que genera cada nueva película del director. Se ha vuelto rutinario escuchar sobre la mezcla perfecta de aplausos y rechiflas —y hasta risas— que irrumpe el silencio una vez terminada la proyección de sus cintas en festivales —reacciones que, cabe decir, sólo muestran el mediocre estado en el que se encuentra el periodismo de espectáculos hoy en día—. Y es que esa mezcla tan característica de  solemnidad, candidez, poesía y misticismo, es tanto aliada como enemiga en un mundo en el que genera mayores escarnios poner la mira en lo trascendental que en lo frívolo.

To the Wonder, el más reciente trabajo del célebre y enigmático director, se adentra aún más en las aspiraciones narrativas que ya mostraba The Tree of Life, sustituyendo totalmente los beats dramáticos por compases y movimientos —físicos, visuales, editoriales, musicales—, convirtiendo su película en un ballet de sensaciones. La mancuerna que el autor ha mantenido con Emmanuel Lubezki en la fotografía sigue generando cuadros hermosos e indelebles, que le devuelven protagonismo al mundo real y lo dotan de un halo de asombro que el cine ya reserva casi únicamente para sus productos de ciencia ficción y fantasía. El resultado es, una vez más, toda una experiencia sensorial, más alejada que nunca de esas pretensiones de intelectualidad que muchos espectadores erróneamente le endilgan a la obra de Malick. De nuevo, ésta es más una meditación que una rigurosa reflexión.

Las poco ortodoxas reglas con las que el autor juega —y la razón por la cual sus trabajos son tan inclasificables y quizá tan dignos de las pasiones que desatan, tanto favorables como adversas— incluyen en este caso una ausencia de guión, un énfasis en la fisicalidad improvisada, un estilo de filmación más afín al documental que al drama (con cámara en mano e iluminación casi únicamente natural), una radicalización de la elipsis (muestra efecto mas no necesariamente causa), un intercambio de diálogos por entrecortados y susurrados rezos. Poco a poco, las cintas de Malick parecen irse vertiendo cada vez más hacia su particular idiosincrasia, sin mayores consideraciones. Con todo, su cine sigue cultivando una audiencia que lo ansía, desmenuza y atesora. Y un sinfín de detractores, por supuesto.

To the Wonder podría considerarse el trabajo más polarizante del director (con todo y que es una película mucho más enfocada que The Tree of Life, cuyas miras cósmicas alienaron a algunos espectadores). Más que una historia, podríamos hablar de una premisa que le permite a Malick situar frente a nosotros a dos amantes —el norteamericano Neil (Ben Affleck) y la francesa Marina (Olga Kurylenko), quien cuida de una hija— mientras que ambos se descubren incapaces de traducir el idílico romance enmarcado por el paisaje parisino en el que se conocieron hasta la esfera doméstica en un pequeño pueblo de Oklahoma donde, tras mudarse, intentan construir fallidamente un hogar. Ahí el director los empata de manera arbitraria con el Padre Quintana, un sacerdote hundido en pleno conflicto de fe (interpretado por Javier Bardem) y Jane (Rachel McAdams), una joven divorciada que se revela como un nuevo interés amoroso para Neil, durante una separación momentánea con Marina. El cuadro es básico. Lo que sigue es la sinfonía de imágenes a la que Malick ya nos va acostumbrando, con sus ya conocidos desconciertos y —hay que decirlo— sus muy particulares maravillas.

Los personajes de Malick son más bien presencias. Figuras de resonancia arquetípica, poseedoras de una profundidad engañosa —aparentemente ausente en un principio— que comienza a revelarse apenas con el marinar de sus siluetas en nuestras memorias. Son entidades que nunca dejan de moverse, como fantasmas recorriendo los lugares del delito, deambulando en la pantalla con semblante y cadencia específicos, recorriendo espacios —casas a medio amueblar, barrios acorralados por la pobreza o sublimes paisajes naturales— que dicen tanto o más de sus dilemas y estados mentales —así como de los temas de la obra— que esos diálogos faltantes.

La protagonista es, sin duda, Marina —citada así en los créditos finales pero, según recuerdo, nunca llamada por su nombre en la película—, interpretada por una memorable Olga Kurylenko que, en perspectiva, hace palidecer nuestras memorias de muchas de las mujeres enamoradas en el cine. Esto se deba quizás a que su personaje, de alguna manera, es el enamoramiento. La actriz ucraniana —de belleza y expresividad desbordantes— es reveladora en su retrato cuasi-dancístico de una mujer poseída por un amor desatado, que la llena y la vacía en idénticas magnitudes. El suyo es un personaje apasionante —lleno de fascinación por el mundo, pero sin anclaje alguno hacia el mismo (o hacia ningún otro fin que no dirija al ser amado)—, al que Kurylenko llena certeramente de matices diversos y muy palpables. Inocencia, inquietud, ternura, emoción, decepción, vulnerabilidad, fortaleza, certeza, duda, violencia. Todo eso está ahí, contenido en su menuda e hiperactiva figura.

Ben Affleck, un actor más bien tieso cuya falta de expresividad es usada aquí con sapiencia, representa el polo opuesto. La tragedia de su personaje es su falta de presencia en el mundo. La incapacidad de ver —y por lo tanto, sentir— el ahora desenvolviéndose frente a sus ojos. Neil es la personificación de la tibieza de la que habla el sacerdote en uno de sus sermones; esa inmovilidad  con la que ‘Dios no puede hacer nada’. El estoicismo masculino que culmina en una irremediable y sistemática desconexión emocional. No es incomprensible entonces que su personaje sea prácticamente mudo; que sean su espalda y cuando mucho su perfil —casi nunca se le mira de frente— nuestro único contacto visual con el mismo. Tampoco es extraño que sea él la presencia más espectral e impenetrable de la cinta, aunque se encuentre en la mayoría de sus fotogramas.

El padre Quintana, por otra parte, es el reflejo de una acepción distinta del amor. Ese amor que le da sentido a las cosas y que en este caso el director decide vestir sin miramientos de la tradición judeocristiana —haciendo brotar con esto ámpulas en algunos—. El retrato que realiza Javier Bardem del ideal del sacerdote —ese que algún día sintió un amor tan grande por Dios como para dedicar la vida a su servicio— es también notable y particularmente efectivo cuando encarna la pérdida de la vocación de su personaje como una ausencia que se vuelve cada vez más paralizante. Es fascinante verlo percibir sus obligaciones de manera primero incierta —paseándose indeciso por los porches de sus feligreses para luego abandonarlos sin más— y después amenazante —escondiéndose, por ejemplo, de una endurecida mujer que alguna vez rechazó su ayuda y ahora la demanda con gritos y golpes a las puertas y ventanas de su casa (con el cínico y extrañamente adecuado llamado de “loverboy”)—. Él, desde su propia trinchera, ve su vida aquejada por la misma vaguedad que colma a la de los otros personajes de la cinta. La suya es también, finalmente, una crisis amorosa.

En To the Wonder, Malick se interesa más en escudriñar esos dolores eternos que cargamos los humanos en nuestra búsqueda eterna y confusa de amor, que en presentar una historia romántica a la usanza común. Su amor es conceptual. Es una entidad y una voluntad. Es la célula de la que emana nuestra sabiduría, pero también nuestra sed. Por eso está ahí la devoción de un sacerdote por su Dios que —al igual que en la pareja principal— lo impulsa a una promesa que ya no entiende bien. La cinta habla de un amor inmenso, sí, pero también elusivo. Tan gigantesco que se escapa. Tan luminoso que nos ciega. Tan vasto que sólo puede ofrecernos breves y paulatinas visitas.  “¿Por qué no para siempre? ¿Por qué tenemos que bajar?”, pregunta el personaje de Kurylenko a sus adentros, con la añoranza que se apodera de nosotros cada vez que un fracaso de nuestra capacidad de amar cimbra los fundamentos más profundos de nuestra existencia; esa añoranza de sentido, tras el dolor innegable de la pérdida. El director, con sus inusuales métodos, logra desnudar la conexión íntima que el revés amoroso guarda, en los rincones más oscuros de la conciencia, con nuestros temores añejos de defectuosidad: ¿Porqué decide abandonarnos ese amor que alguna vez fue? ¿Qué incapacidad intrínseca nos impide retenerlo para siempre? ¿Porqué lo sentimos y luego no?

El desenlace de la cinta es vago con el destino de sus protagonistas, mas no así con el sentir del director sobre sus temas. Y no es que Malick nos ofrezca respuestas claras. No endulza tampoco su desenlace con complacencias. Prefiere de nuevo la desorientación que usualmente dejan sus cintas al irse finalmente a negros (y que ya luego, después de abandonado el cine, puede comenzar a acomodarse). Pero tiene la amabilidad de integrar, antes de eso, un poco de reconciliación a través del personaje de Bardem, quien parece comenzar a recobrar su fe tras aceptar al fin, sin limitaciones, el llamado de auxilio de sus hermanos; un llamado que sus inseguridades le incapacitaban para cubrir. Pareciera proponer que el amor nace de su propio ejercicio —y no al revés—. Pareciera advertirnos sobre la futilidad de esperar congelados a que se conjure mágicamente frente a nosotros porque ahí está ya, puesto en todo. En el volar de los pájaros bajo el rosado atardecer. En el campo de hierba seca detrás de nuestros patios. En la herida del enfermo. En la vejez del anciano. Ahí podría estar el amor. Retándonos para aprender a darlo y así tal vez, finalmente, poder verlo a la cara.

“Gracias, amor que nos ama”. Éstas son las últimas palabras pronunciadas en To the Wonder.

En pocas palabras: Trascendental. Hermosa. Profunda. Ridícula. Pretenciosa. Una pérdida de tiempo. To the Wonder es, como toda película de Terrence Malick, un enorme y maleable contenedor para los ingredientes que cada quién lleve —de acuerdo a sus sensibilidades— a la mesa. Un filme artesanal y generoso, inusual y —por todo lo anterior— sumamente agradecible.

¿Te lo explico con estrellitas?:

8.29.2013

estreno



Es interesante pensar en la necesidad de la existencia del género del horror —es decir, ¿por qué razón exactamente nos atrae tanto la idea de ir a una sala de cine a pasar un momento estresante y desagradable?—. Pero su propósito filosófico poco importa cuando la verdadera razón de su persistencia es su rentabilidad. Los estudios recurren a estas producciones para hacer un poco de dinero fácil; esto es posible quizá porque el público se permite tener estándares bajos al momento de tomar la decisión de ver alguna de estas cintas. Por otro lado, cuando una película de terror se atreve a ser un poco más que una estrategia de recuperación de capital, normalmente se ve recompensada con cierto nivel de relevancia. Todos sabemos los nombres de los clásicos. La mayoría los hemos visto. Y no es inusual que en las sobremesas y conversaciones de aficionados se reafirme que los estándares de calidad fueron impuestos —para difícilmente superarse o siquiera alcanzarse— en los años 70’s, cuando una camada de entonces jóvenes y posteriormente relevantes autores incursionaron exitosa e imborrablemente dentro del género. Es sencillo implicar que la película que hoy nos ocupa pretende ubicarse más cerca de estos ejemplares esfuerzos —o por lo menos homenajearlos, considerando sus múltiples referencias— que de la oferta de terror que actualmente encontramos en cartelera casi cada fin de semana. Estas nobles ambiciones son una clara y natural progresión en el camino de su director. Lo que no termina quedando tan claro después de revisarla es el balance de sus logros. Pero vayamos al principio.

James Wan se ha ido surcando poco a poco un nombre en esto de los menesteres del susto. Su mayor influencia cultural hasta el momento quizá sea la primera Saw, por sí misma una película bastante efectiva —aunque dispareja— que dio lugar a una larga y cada vez menos necesaria serie y al descubrimiento del muy redituable nicho que resultaba ser —para bien de la taquilla y el mal del mundo— el llamado torture porn. De su siguiente trabajo, Dead Silence, no puede decirse mucho, salvo que fue el primer ejemplo de una estética —no tanto narrativa sino plástica— que el director ha seguido usando y depurando con cada filme subsecuente. Los fantasmas de Wan son amigos del maquillaje pesado. Rizos, chongos, rímel, colorete, polvo, prostéticos y pestañas rizadas (y hasta el muy rojo primo aparente de Darth Maul de Star Wars) estuvieron presentes posteriormente en Insidious, que con su premisa reconocible pero renovada, su planteamiento excepcionalmente efectivo y su desenlace francamente decepcionante, se convirtió en uno de los filmes más redituables de los últimos años (costó menos de 5 millones de dólares, recaudó alrededor de 100). La película puede ser sujeta a muchas críticas justificadamente, pero algo puede decirse de sus pasajes mejor logrados, algo que deberíamos —pero raramente podemos— decir de todas las películas de terror: realmente asusta. Fue con esta cinta que el quehacer de Wan comenzó a mostrar verdadera promesa dentro de la cada vez más genérica y poco artesanal autoría en el género (además de levantar finalmente el interés de los grandes estudios). Tras el suceso inesperado, su próximo proyecto tenía que generar expectativa.

La premisa de The Conjuring —basada convenientemente en hechos reales (lo que sea que eso signifique)— es sencilla y plenamente identificable. El año es 1971. Una pareja, Carolyn y Roger Perron (Lily Taylor y Ron Livingston, respectivamente), decide invertir todo su dinero para comprar una casa y llevar a sus cinco hijas —sí, cinco hijas— lejos del bullicio de la ciudad. La familia comienza a percibir una presencia que poco a poco se manifiesta con mayor intensidad, por lo que contactan a dos expertos en lo paranormal, Lorraine y Ed Warren (Vera Farmiga y Patrick Wilson), quienes les advierten que uno de los muchos entes que rondan su hogar es un ser demoniaco que no descansará hasta causarle un daño fatal a su familia (posesión al cuerpo de alguno de sus miembros mediante). En conclusión: toda esa gente que afirma nunca haber experimentado la sensación de déjà-vu en su vida debe salir corriendo a ver esta cinta. No que lo anterior le reste la menor efectividad. Es efectiva como uñas arañando un pizarrón. ¿Pero es una gran película de horror? No necesariamente.

The Conjuring es un hit tan premeditado que, con todo y sus muchas bondades —o maldades, para el caso— dificulta su propia valoración. Como si sus responsables hubieran creado una lista de los elementos que han hecho historia en las películas de terror de todos los tiempos —¡Juguetes diabólicos! ¡Casa embrujada! ¡Niño fantasma! ¡Investigadores paranormales! ¡Brujería! ¡Posesión! ¡Exorcismo! ¡Pájaros kamikaze!— y decidieran ponerlos juntos, uno tras otro, para no fallar, como si se tratara de una encarnación seria de Scary Movie. Se puede argumentar que todas  las películas de terror son iguales, pero no todas pretenden tan abiertamente —y están tan cerca de lograr— ponérsele al tú por tú a las grandes. En el caso de la mayoría de las muestras mediocres del género, el ultra-referencialismo es un error requisitario. En ésta, es una verdadera lástima.

Es cierto que éste es un trabajo más elegante que Insidious en muchos sentidos, pero hay que decir que también es menos fresco. Aún así, es innegable que la dirección de Wan madura con cada filme. Es remarcable lo que el director hace con su cámara y los instrumentos con los que construye cada susto. No recuerdo cuándo fue la última vez en que la forma que revela una simple sábana o la sombra que proyecta una puerta abierta sobre la pared fueran verdaderos detonantes de escalofríos. Es un testamento del talento del director que su película, siendo tan derivativa y su argumento poco original, funcione tan bien en la mayor parte de su duración —y la mayoría estaremos de acuerdo en que el clímax, como es común en las cintas de horror actuales, palidece ante un formidable planteamiento—. Hay poco que pueda resaltarse de su autoría que no funcione al servicio de su historia y el efecto que surte en el espectador. Queda muy claro el serio compromiso que este joven creador le profesa al arte del asustar. Lo que queda claro, también, es lo poco que le interesa todo lo demás.

Es una lástima que la relativa sobriedad con la que asume Wan la naturaleza de su película haya sido puesta al servicio de la nada. No hay temas, no hay subtexto. No están las posibilidades de lectura que ofrecían esas cintas de antaño cuyo tono pretende de emular. No está ya siquiera la falta de resignación a la pérdida de la juventud y/o permanencia que mostraban los personajes —y fantasmas— en Insidious. Y no podemos decir que su historia no permita estas posibilidades, porque presenta situaciones con potencial —como lo es, por ejemplo, el hecho de que sus dos personajes masculinos principales se encuentren rodeados en su cotidianeidad de presencia únicamente femenina—.

Sobra decir que cualquier dejo de resonancia en el dibujo de los personajes es prácticamente inexistente. El horror aquí se encuentra apenas soportado por un marco bastante ingenuo y algo bobo. Existe una ligera complejidad en la dinámica de los Warren, la pareja investigadora, cuya naturaleza de servicio se ve cada vez más mermada por la energía que les drena y el peligro al que los enfrenta cada nueva asignatura y quienes terminan aceptando con reticencias el caso de los Perron, por simple empatía. Pero no puede decirse lo mismo de la familia en problemas. Está el padre, que es un buen padre. La madre, que es buena madre. Hay cinco hijas (en orden de importancia): a la que le jalan el pie (a la cual le jalan el pie en algunas ocasiones), la sonámbula (que algunas veces camina dormida), la pequeña (que es pequeña y tierna), la mayor (que todo el tiempo pone cara de que algo huele muy mal porque, como hemos aprendido durante todos estos años de ir al cine, esa es la cara que se supone que ponen las adolescentes y además porque las presencias demoniacas sí huelen muy mal) y otra que sinceramente no recuerdo bien (probablemente, a la que le meten un arrastrón por toda la casa, ya que los trancazos, según recuerdo, se encuentran democráticamente repartidos). Y esa fue una descripción bastante detallada. Habrá que agradecerle a Wan la decisión de poner a buenos actores en los zapatos de las genéricas creaciones que plagan el guión (que no es suyo, sino de Chad y Carey Hayes). Pero la solvencia que caracteriza a Vera Farmiga, Patrick Wilson y Lili Taylor poco viene al caso cuando lo único que les da para hacer es tener mucho, pero mucho miedo (aunque hay que decir que al menos eso lo hacen —ellos y el resto del elenco— bastante bien).

Pero nada de lo anterior importa. The Conjuring es ahora un consabido hit que ha recaudado hasta el momento 130 millones de dólares (tan sólo en USA). Es tal su encanto que hasta la crítica mundial la ha tratado con sospechosa benevolencia. Todo eso está muy bien. Pero seamos sinceros: al final deja el tibio e inconfundible sabor del potencial desaprovechado. Habremos de seguir esperando entonces la obra maestra de Wan. El talento lo tiene para lograrla y quizá pronto. No son poca cosa el amor y respeto al género que destila la cuidadosa factura de los mejores momentos de este trabajo (ya quisieran ese combo muchas de las películas, de cualquier clase, que hoy en día produce Hollywood). Quizá la próxima vez pueda Wan conjurar además—y con eso devolverle al género— al tan ausente y escurridizo seso. Esa sí sería, si me preguntan, verdadera actividad paranormal.

En pocas palabras: The Conjuring se enaltece por su sincera vocación de aterrar y su intencionada supeditación al horror de la vieja escuela. Es ágil, entretenida y mayormente efectiva. Al igual que esas películas a las que remite, es bastante aterradora. A diferencia de aquellas, no es admirable en ningún ámbito fuera de su efectividad. Suerte para la próxima.

¿Te lo explico con estrellitas?

8.20.2013

estreno



Es inusual y reconfortante la anticipación que ha despertado la llegada de esta tercera parte de la llamada Before Trilogy, que ha seguido a lo largo de casi 20 años y tres películas —bajo la dirección de Richard Linklater— los debrayes románticos y existenciales de un par de entrañables personajes; el norteamericano Jesse (interpretado por Ethan Hawke) y la francesa Céline (Julie Delpy), desde su primer encuentro en 1995 hasta el momento actual y decisivo en su relación.

Before Sunrise, la primera parte, encontraba a sus veinteañeros personajes viajando por Viena y enamorándose el uno del otro tras una idílica velada, pletóricos de la esperanza y la inocencia propios de su juventud. Es una película importante, no tanto por su retrato de ese primer amor que conecta a dos seres de manera indeleble —existente en infinidad de obras— sino en su entonces reveladora presentación de dos personajes que no eran muy específicos y cuya clara afinidad residía más que otra cosa en una inmensa y desbordante curiosidad por el mundo y sus misterios. El romance que Linklater proponía ya no era un fin por sí mismo, como en todas aquellas trilladas historias de antaño, sino nacía de una ineludible necesidad de compartir con el otro las preguntas de la vida. Before Sunset reunía a la pareja inesperadamente en las calles de París —nueve años más viejos, más sabios, más desencantados— tras no haber cumplido su promesa inicial de reencuentro; cada cual con su vida hecha y en medio de relaciones románticas que nunca superaron la esperanza que prometía aquella conexión mutua. Before Midnight, por su parte, presenta a los protagonistas en el pináculo de unas vacaciones en la costa de Grecia, enfrascados en un matrimonio tácito de casi una década, con dos hijas gemelas —mayormente ausentes en la narración— y en un momento de sus vidas que les presenta una serie de dilemas e inseguridades. Jesse teme que su hijo adolescente, fruto de su anterior y conflictivo matrimonio, no sólo carece de una figura paterna sino además comienza a desechar la necesidad de la misma, llenándolo de una impotente sensación de incapacidad parental; Céline, insatisfecha laboralmente, resiente los sacrificios personales que ha realizado en pos del beneficio de la familia y la carrera de escritor de Jesse. Lo que continúa es la crónica, enmarcada en la naturaleza conversacional que mostraban los trabajos anteriores, de la tensión que dichas presiones acumulan en ellos mismos y en su relación y que termina desembocando en una hecatómbica y necesaria –aunque tal vez fatal— crisis.

Resulta un poco desconcertante, mas sin embargo admirable, que el director lleve por primera vez de lleno a sus personajes a esos terrenos agrios que apenas habían alcanzado a rozar en sus anteriores momentos. El que ahora visitan Jesse y Céline ya no es más un romántico destino turístico sino un lugar ancestral 'lleno de mito y tragedia', que no es sino ese temido y forzoso pasaje en las relaciones en que el desacuerdo —y el drama— se apoderan del timón. La velada que les espera —que nos espera— es mucho menos idílica que las anteriores, pero igual de vital.

Hay que resaltar la manera en la que Linklater ha sabido utilizar los recursos con los que ha ido contando durante el desarrollo de sus tres cintas. Los suyos son filmes cada vez más pulidos; sus argumentos, así como el retrato de sus personajes, han ido aumentando de a poco su complejidad. Otro aspecto que sobresale son las interpretaciones tanto de Delpy como —por primera vez— de Hawke (hay que aceptar que antes daba la impresión de que ella se llevaba al chico de calle), porque finalmente cesa la sensación de que los actores no hacían otra cosa sino interpretarse a sí mismos. Brillan aquí los dos, en cambio, al verse forzados a llegar a los extremos más hirientes y vulnerables de sus personajes. Recordemos también que el director/escritor ha decidido compartir en sus últimas entregas el proceso de creación de guión con sus dos actores principales. Ésta ha sido quizás una decisión certera, que sumada a muchos otros aciertos convierten a esta trilogía, más que en un seriado, en un interesante experimento sobre el tiempo —el real y el narrativo, que se revela fascinante e inexorablemente, filme tras filme, en los físicos y psiques de sus protagonistas (y obviamente, su público)— y la manera en que éste afecta nuestra percepción del universo. Y lo hace de manera sincera porque es precisamente el tiempo el que nutre y curte las inquietudes de sus creadores.

Es cierto que Before Midnight recuerda por momentos a Certified Copy de Abbas Kiarostami, aunque la película de Linklater resulta, de igual manera y por derecho propio, una sobresaliente —aunque mucho más ligera y extrañamente cómica— exploración de la labor continua y a veces titánica que construye el ‘y vivieron felices para siempre’, revelando de paso eso que convenientemente ocultaron los cuentos de hadas con los que crecimos y que, nos guste o no, colorearon nuestra noción — a veces fantástica e ingenua, a veces perversa— del amor de pareja. Son las fantasías, precisamente, una de las muchas figuras que rondan la narración y hacen alusión a sus temas preponderantes: el paso del tiempo, la falibilidad de la percepción, la inevitabilidad de la ceguera, la efimeridad de nuestras vidas. Lo valioso de Before Midnight es que más que tratarse de un verosímil retrato de una pareja en pugna, habla —en conjunto con las otras dos cintas— de la relación estrecha que guarda nuestra necesidad de enamorarnos con el doloroso proceso de madurar. Nos enseña lo que pasa cuando el eco ensordecedor del amor comienza a dar cabida al tic-tac del reloj y a los rechinantes sacrificios —de ideas, de ambiciones, de tiempo, de libertad— que exige el mantenimiento de una familia. Jesse y Céline no son sino dos soñadores que, película tras película, han ido experimentando cada vez más la infiltración de la vida real en su ensueño compartido. Para nosotros como público atestiguar dicho proceso ha sido y probablemente seguirá siendo —si existen nuevas entregas— un placer. Y un aprendizaje.

En pocas palabras: Ciertamente una de las mejores películas que se proyectarán durante el presente año. La cereza —dulce y amarga— que se coloca en la cúspide de una saga que ha afrontado con mayor valentía en cada filme su manifiesta exploración —enternecedora mas nunca complaciente— del fenómeno del romance humano.

¿Te lo explico con estrellitas?