8.29.2013

estreno



Es interesante pensar en la necesidad de la existencia del género del horror —es decir, ¿por qué razón exactamente nos atrae tanto la idea de ir a una sala de cine a pasar un momento estresante y desagradable?—. Pero su propósito filosófico poco importa cuando la verdadera razón de su persistencia es su rentabilidad. Los estudios recurren a estas producciones para hacer un poco de dinero fácil; esto es posible quizá porque el público se permite tener estándares bajos al momento de tomar la decisión de ver alguna de estas cintas. Por otro lado, cuando una película de terror se atreve a ser un poco más que una estrategia de recuperación de capital, normalmente se ve recompensada con cierto nivel de relevancia. Todos sabemos los nombres de los clásicos. La mayoría los hemos visto. Y no es inusual que en las sobremesas y conversaciones de aficionados se reafirme que los estándares de calidad fueron impuestos —para difícilmente superarse o siquiera alcanzarse— en los años 70’s, cuando una camada de entonces jóvenes y posteriormente relevantes autores incursionaron exitosa e imborrablemente dentro del género. Es sencillo implicar que la película que hoy nos ocupa pretende ubicarse más cerca de estos ejemplares esfuerzos —o por lo menos homenajearlos, considerando sus múltiples referencias— que de la oferta de terror que actualmente encontramos en cartelera casi cada fin de semana. Estas nobles ambiciones son una clara y natural progresión en el camino de su director. Lo que no termina quedando tan claro después de revisarla es el balance de sus logros. Pero vayamos al principio.

James Wan se ha ido surcando poco a poco un nombre en esto de los menesteres del susto. Su mayor influencia cultural hasta el momento quizá sea la primera Saw, por sí misma una película bastante efectiva —aunque dispareja— que dio lugar a una larga y cada vez menos necesaria serie y al descubrimiento del muy redituable nicho que resultaba ser —para bien de la taquilla y el mal del mundo— el llamado torture porn. De su siguiente trabajo, Dead Silence, no puede decirse mucho, salvo que fue el primer ejemplo de una estética —no tanto narrativa sino plástica— que el director ha seguido usando y depurando con cada filme subsecuente. Los fantasmas de Wan son amigos del maquillaje pesado. Rizos, chongos, rímel, colorete, polvo, prostéticos y pestañas rizadas (y hasta el muy rojo primo aparente de Darth Maul de Star Wars) estuvieron presentes posteriormente en Insidious, que con su premisa reconocible pero renovada, su planteamiento excepcionalmente efectivo y su desenlace francamente decepcionante, se convirtió en uno de los filmes más redituables de los últimos años (costó menos de 5 millones de dólares, recaudó alrededor de 100). La película puede ser sujeta a muchas críticas justificadamente, pero algo puede decirse de sus pasajes mejor logrados, algo que deberíamos —pero raramente podemos— decir de todas las películas de terror: realmente asusta. Fue con esta cinta que el quehacer de Wan comenzó a mostrar verdadera promesa dentro de la cada vez más genérica y poco artesanal autoría en el género (además de levantar finalmente el interés de los grandes estudios). Tras el suceso inesperado, su próximo proyecto tenía que generar expectativa.

La premisa de The Conjuring —basada convenientemente en hechos reales (lo que sea que eso signifique)— es sencilla y plenamente identificable. El año es 1971. Una pareja, Carolyn y Roger Perron (Lily Taylor y Ron Livingston, respectivamente), decide invertir todo su dinero para comprar una casa y llevar a sus cinco hijas —sí, cinco hijas— lejos del bullicio de la ciudad. La familia comienza a percibir una presencia que poco a poco se manifiesta con mayor intensidad, por lo que contactan a dos expertos en lo paranormal, Lorraine y Ed Warren (Vera Farmiga y Patrick Wilson), quienes les advierten que uno de los muchos entes que rondan su hogar es un ser demoniaco que no descansará hasta causarle un daño fatal a su familia (posesión al cuerpo de alguno de sus miembros mediante). En conclusión: toda esa gente que afirma nunca haber experimentado la sensación de déjà-vu en su vida debe salir corriendo a ver esta cinta. No que lo anterior le reste la menor efectividad. Es efectiva como uñas arañando un pizarrón. ¿Pero es una gran película de horror? No necesariamente.

The Conjuring es un hit tan premeditado que, con todo y sus muchas bondades —o maldades, para el caso— dificulta su propia valoración. Como si sus responsables hubieran creado una lista de los elementos que han hecho historia en las películas de terror de todos los tiempos —¡Juguetes diabólicos! ¡Casa embrujada! ¡Niño fantasma! ¡Investigadores paranormales! ¡Brujería! ¡Posesión! ¡Exorcismo! ¡Pájaros kamikaze!— y decidieran ponerlos juntos, uno tras otro, para no fallar, como si se tratara de una encarnación seria de Scary Movie. Se puede argumentar que todas  las películas de terror son iguales, pero no todas pretenden tan abiertamente —y están tan cerca de lograr— ponérsele al tú por tú a las grandes. En el caso de la mayoría de las muestras mediocres del género, el ultra-referencialismo es un error requisitario. En ésta, es una verdadera lástima.

Es cierto que éste es un trabajo más elegante que Insidious en muchos sentidos, pero hay que decir que también es menos fresco. Aún así, es innegable que la dirección de Wan madura con cada filme. Es remarcable lo que el director hace con su cámara y los instrumentos con los que construye cada susto. No recuerdo cuándo fue la última vez en que la forma que revela una simple sábana o la sombra que proyecta una puerta abierta sobre la pared fueran verdaderos detonantes de escalofríos. Es un testamento del talento del director que su película, siendo tan derivativa y su argumento poco original, funcione tan bien en la mayor parte de su duración —y la mayoría estaremos de acuerdo en que el clímax, como es común en las cintas de horror actuales, palidece ante un formidable planteamiento—. Hay poco que pueda resaltarse de su autoría que no funcione al servicio de su historia y el efecto que surte en el espectador. Queda muy claro el serio compromiso que este joven creador le profesa al arte del asustar. Lo que queda claro, también, es lo poco que le interesa todo lo demás.

Es una lástima que la relativa sobriedad con la que asume Wan la naturaleza de su película haya sido puesta al servicio de la nada. No hay temas, no hay subtexto. No están las posibilidades de lectura que ofrecían esas cintas de antaño cuyo tono pretende de emular. No está ya siquiera la falta de resignación a la pérdida de la juventud y/o permanencia que mostraban los personajes —y fantasmas— en Insidious. Y no podemos decir que su historia no permita estas posibilidades, porque presenta situaciones con potencial —como lo es, por ejemplo, el hecho de que sus dos personajes masculinos principales se encuentren rodeados en su cotidianeidad de presencia únicamente femenina—.

Sobra decir que cualquier dejo de resonancia en el dibujo de los personajes es prácticamente inexistente. El horror aquí se encuentra apenas soportado por un marco bastante ingenuo y algo bobo. Existe una ligera complejidad en la dinámica de los Warren, la pareja investigadora, cuya naturaleza de servicio se ve cada vez más mermada por la energía que les drena y el peligro al que los enfrenta cada nueva asignatura y quienes terminan aceptando con reticencias el caso de los Perron, por simple empatía. Pero no puede decirse lo mismo de la familia en problemas. Está el padre, que es un buen padre. La madre, que es buena madre. Hay cinco hijas (en orden de importancia): a la que le jalan el pie (a la cual le jalan el pie en algunas ocasiones), la sonámbula (que algunas veces camina dormida), la pequeña (que es pequeña y tierna), la mayor (que todo el tiempo pone cara de que algo huele muy mal porque, como hemos aprendido durante todos estos años de ir al cine, esa es la cara que se supone que ponen las adolescentes y además porque las presencias demoniacas sí huelen muy mal) y otra que sinceramente no recuerdo bien (probablemente, a la que le meten un arrastrón por toda la casa, ya que los trancazos, según recuerdo, se encuentran democráticamente repartidos). Y esa fue una descripción bastante detallada. Habrá que agradecerle a Wan la decisión de poner a buenos actores en los zapatos de las genéricas creaciones que plagan el guión (que no es suyo, sino de Chad y Carey Hayes). Pero la solvencia que caracteriza a Vera Farmiga, Patrick Wilson y Lili Taylor poco viene al caso cuando lo único que les da para hacer es tener mucho, pero mucho miedo (aunque hay que decir que al menos eso lo hacen —ellos y el resto del elenco— bastante bien).

Pero nada de lo anterior importa. The Conjuring es ahora un consabido hit que ha recaudado hasta el momento 130 millones de dólares (tan sólo en USA). Es tal su encanto que hasta la crítica mundial la ha tratado con sospechosa benevolencia. Todo eso está muy bien. Pero seamos sinceros: al final deja el tibio e inconfundible sabor del potencial desaprovechado. Habremos de seguir esperando entonces la obra maestra de Wan. El talento lo tiene para lograrla y quizá pronto. No son poca cosa el amor y respeto al género que destila la cuidadosa factura de los mejores momentos de este trabajo (ya quisieran ese combo muchas de las películas, de cualquier clase, que hoy en día produce Hollywood). Quizá la próxima vez pueda Wan conjurar además—y con eso devolverle al género— al tan ausente y escurridizo seso. Esa sí sería, si me preguntan, verdadera actividad paranormal.

En pocas palabras: The Conjuring se enaltece por su sincera vocación de aterrar y su intencionada supeditación al horror de la vieja escuela. Es ágil, entretenida y mayormente efectiva. Al igual que esas películas a las que remite, es bastante aterradora. A diferencia de aquellas, no es admirable en ningún ámbito fuera de su efectividad. Suerte para la próxima.

¿Te lo explico con estrellitas?

8.20.2013

estreno



Es inusual y reconfortante la anticipación que ha despertado la llegada de esta tercera parte de la llamada Before Trilogy, que ha seguido a lo largo de casi 20 años y tres películas —bajo la dirección de Richard Linklater— los debrayes románticos y existenciales de un par de entrañables personajes; el norteamericano Jesse (interpretado por Ethan Hawke) y la francesa Céline (Julie Delpy), desde su primer encuentro en 1995 hasta el momento actual y decisivo en su relación.

Before Sunrise, la primera parte, encontraba a sus veinteañeros personajes viajando por Viena y enamorándose el uno del otro tras una idílica velada, pletóricos de la esperanza y la inocencia propios de su juventud. Es una película importante, no tanto por su retrato de ese primer amor que conecta a dos seres de manera indeleble —existente en infinidad de obras— sino en su entonces reveladora presentación de dos personajes que no eran muy específicos y cuya clara afinidad residía más que otra cosa en una inmensa y desbordante curiosidad por el mundo y sus misterios. El romance que Linklater proponía ya no era un fin por sí mismo, como en todas aquellas trilladas historias de antaño, sino nacía de una ineludible necesidad de compartir con el otro las preguntas de la vida. Before Sunset reunía a la pareja inesperadamente en las calles de París —nueve años más viejos, más sabios, más desencantados— tras no haber cumplido su promesa inicial de reencuentro; cada cual con su vida hecha y en medio de relaciones románticas que nunca superaron la esperanza que prometía aquella conexión mutua. Before Midnight, por su parte, presenta a los protagonistas en el pináculo de unas vacaciones en la costa de Grecia, enfrascados en un matrimonio tácito de casi una década, con dos hijas gemelas —mayormente ausentes en la narración— y en un momento de sus vidas que les presenta una serie de dilemas e inseguridades. Jesse teme que su hijo adolescente, fruto de su anterior y conflictivo matrimonio, no sólo carece de una figura paterna sino además comienza a desechar la necesidad de la misma, llenándolo de una impotente sensación de incapacidad parental; Céline, insatisfecha laboralmente, resiente los sacrificios personales que ha realizado en pos del beneficio de la familia y la carrera de escritor de Jesse. Lo que continúa es la crónica, enmarcada en la naturaleza conversacional que mostraban los trabajos anteriores, de la tensión que dichas presiones acumulan en ellos mismos y en su relación y que termina desembocando en una hecatómbica y necesaria –aunque tal vez fatal— crisis.

Resulta un poco desconcertante, mas sin embargo admirable, que el director lleve por primera vez de lleno a sus personajes a esos terrenos agrios que apenas habían alcanzado a rozar en sus anteriores momentos. El que ahora visitan Jesse y Céline ya no es más un romántico destino turístico sino un lugar ancestral 'lleno de mito y tragedia', que no es sino ese temido y forzoso pasaje en las relaciones en que el desacuerdo —y el drama— se apoderan del timón. La velada que les espera —que nos espera— es mucho menos idílica que las anteriores, pero igual de vital.

Hay que resaltar la manera en la que Linklater ha sabido utilizar los recursos con los que ha ido contando durante el desarrollo de sus tres cintas. Los suyos son filmes cada vez más pulidos; sus argumentos, así como el retrato de sus personajes, han ido aumentando de a poco su complejidad. Otro aspecto que sobresale son las interpretaciones tanto de Delpy como —por primera vez— de Hawke (hay que aceptar que antes daba la impresión de que ella se llevaba al chico de calle), porque finalmente cesa la sensación de que los actores no hacían otra cosa sino interpretarse a sí mismos. Brillan aquí los dos, en cambio, al verse forzados a llegar a los extremos más hirientes y vulnerables de sus personajes. Recordemos también que el director/escritor ha decidido compartir en sus últimas entregas el proceso de creación de guión con sus dos actores principales. Ésta ha sido quizás una decisión certera, que sumada a muchos otros aciertos convierten a esta trilogía, más que en un seriado, en un interesante experimento sobre el tiempo —el real y el narrativo, que se revela fascinante e inexorablemente, filme tras filme, en los físicos y psiques de sus protagonistas (y obviamente, su público)— y la manera en que éste afecta nuestra percepción del universo. Y lo hace de manera sincera porque es precisamente el tiempo el que nutre y curte las inquietudes de sus creadores.

Es cierto que Before Midnight recuerda por momentos a Certified Copy de Abbas Kiarostami, aunque la película de Linklater resulta, de igual manera y por derecho propio, una sobresaliente —aunque mucho más ligera y extrañamente cómica— exploración de la labor continua y a veces titánica que construye el ‘y vivieron felices para siempre’, revelando de paso eso que convenientemente ocultaron los cuentos de hadas con los que crecimos y que, nos guste o no, colorearon nuestra noción — a veces fantástica e ingenua, a veces perversa— del amor de pareja. Son las fantasías, precisamente, una de las muchas figuras que rondan la narración y hacen alusión a sus temas preponderantes: el paso del tiempo, la falibilidad de la percepción, la inevitabilidad de la ceguera, la efimeridad de nuestras vidas. Lo valioso de Before Midnight es que más que tratarse de un verosímil retrato de una pareja en pugna, habla —en conjunto con las otras dos cintas— de la relación estrecha que guarda nuestra necesidad de enamorarnos con el doloroso proceso de madurar. Nos enseña lo que pasa cuando el eco ensordecedor del amor comienza a dar cabida al tic-tac del reloj y a los rechinantes sacrificios —de ideas, de ambiciones, de tiempo, de libertad— que exige el mantenimiento de una familia. Jesse y Céline no son sino dos soñadores que, película tras película, han ido experimentando cada vez más la infiltración de la vida real en su ensueño compartido. Para nosotros como público atestiguar dicho proceso ha sido y probablemente seguirá siendo —si existen nuevas entregas— un placer. Y un aprendizaje.

En pocas palabras: Ciertamente una de las mejores películas que se proyectarán durante el presente año. La cereza —dulce y amarga— que se coloca en la cúspide de una saga que ha afrontado con mayor valentía en cada filme su manifiesta exploración —enternecedora mas nunca complaciente— del fenómeno del romance humano.

¿Te lo explico con estrellitas?