“Recién nacida. Abro
los ojos. Me derrito en la noche eterna”. Éstas son las primeras palabras
pronunciadas en To the Wonder.
Palabras que, como el resto de los ingredientes que conjuga Terrence Malick en
sus trabajos, son capaces de desatar toda clase de reacciones opuestas y
exacerbadas. Es sencillo adivinar las razones de la polarización de opiniones
que genera cada nueva película del director. Se ha vuelto rutinario escuchar
sobre la mezcla perfecta de aplausos y rechiflas —y hasta risas— que irrumpe el
silencio una vez terminada la proyección de sus cintas en festivales
—reacciones que, cabe decir, sólo muestran el mediocre estado en el que se
encuentra el periodismo de espectáculos hoy en día—. Y es que esa mezcla tan
característica de solemnidad, candidez,
poesía y misticismo, es tanto aliada como enemiga en un mundo en el que genera
mayores escarnios poner la mira en lo trascendental que en lo frívolo.
To the Wonder, el
más reciente trabajo del célebre y enigmático director, se adentra aún más en
las aspiraciones narrativas que ya mostraba The
Tree of Life, sustituyendo totalmente los beats dramáticos por compases y movimientos —físicos, visuales,
editoriales, musicales—, convirtiendo su película en un ballet de sensaciones.
La mancuerna que el autor ha mantenido con Emmanuel Lubezki en la fotografía
sigue generando cuadros hermosos e indelebles, que le devuelven protagonismo
al mundo real y lo dotan de un halo de asombro que el cine ya reserva casi
únicamente para sus productos de ciencia ficción y fantasía. El resultado es,
una vez más, toda una experiencia sensorial, más alejada que nunca de esas
pretensiones de intelectualidad que muchos espectadores erróneamente le
endilgan a la obra de Malick. De nuevo, ésta es más una meditación que una rigurosa reflexión.
Las poco ortodoxas reglas con las que el autor juega —y la
razón por la cual sus trabajos son tan inclasificables y quizá tan dignos de las
pasiones que desatan, tanto favorables como adversas— incluyen en este caso una
ausencia de guión, un énfasis en la fisicalidad
improvisada, un estilo de filmación más afín al documental que al drama (con
cámara en mano e iluminación casi únicamente natural), una radicalización de la
elipsis (muestra efecto mas no
necesariamente causa), un intercambio
de diálogos por entrecortados y susurrados rezos. Poco a poco, las cintas de
Malick parecen irse vertiendo cada vez más hacia su particular idiosincrasia,
sin mayores consideraciones. Con todo, su cine sigue cultivando una audiencia
que lo ansía, desmenuza y atesora. Y un sinfín de detractores, por supuesto.
To the Wonder
podría considerarse el trabajo más polarizante
del director (con todo y que es una película mucho más enfocada que The Tree of Life, cuyas miras cósmicas alienaron a algunos espectadores). Más que una historia,
podríamos hablar de una premisa que le permite a Malick situar frente a
nosotros a dos amantes —el norteamericano Neil (Ben Affleck) y la francesa
Marina (Olga Kurylenko), quien cuida de una hija— mientras que ambos se
descubren incapaces de traducir el idílico romance enmarcado por el paisaje parisino
en el que se conocieron hasta la esfera doméstica en un pequeño pueblo de
Oklahoma donde, tras mudarse, intentan construir fallidamente un hogar. Ahí el
director los empata de manera arbitraria con el Padre Quintana, un sacerdote
hundido en pleno conflicto de fe (interpretado por Javier Bardem) y Jane
(Rachel McAdams), una joven divorciada que se revela como un nuevo interés
amoroso para Neil, durante una separación momentánea con Marina. El cuadro es
básico. Lo que sigue es la sinfonía de imágenes a la que Malick ya nos va
acostumbrando, con sus ya conocidos desconciertos y —hay que decirlo— sus muy particulares maravillas.
Los personajes de Malick son más bien presencias. Figuras de
resonancia arquetípica, poseedoras de una profundidad engañosa —aparentemente
ausente en un principio— que comienza a revelarse apenas con el marinar de sus
siluetas en nuestras memorias. Son entidades que nunca dejan de moverse, como fantasmas
recorriendo los lugares del delito, deambulando en la pantalla con semblante y
cadencia específicos, recorriendo espacios —casas a medio amueblar, barrios
acorralados por la pobreza o sublimes paisajes naturales— que dicen tanto o más
de sus dilemas y estados mentales —así como de los temas de la obra— que esos diálogos
faltantes.
La protagonista es, sin duda, Marina —citada así en los créditos
finales pero, según recuerdo, nunca llamada por su nombre en la película—,
interpretada por una memorable Olga Kurylenko que, en perspectiva, hace
palidecer nuestras memorias de muchas de las mujeres enamoradas en el cine. Esto se deba quizás a que su
personaje, de alguna manera, es el
enamoramiento. La actriz ucraniana —de belleza y expresividad desbordantes—
es reveladora en su retrato cuasi-dancístico
de una mujer poseída por un amor desatado, que la llena y la vacía en idénticas
magnitudes. El suyo es un personaje apasionante —lleno de fascinación por el
mundo, pero sin anclaje alguno hacia el mismo (o hacia ningún otro fin que no dirija
al ser amado)—, al que Kurylenko llena certeramente de matices diversos y muy
palpables. Inocencia, inquietud, ternura, emoción, decepción, vulnerabilidad,
fortaleza, certeza, duda, violencia. Todo eso está ahí, contenido en su menuda e
hiperactiva figura.
Ben Affleck, un actor más bien tieso cuya falta de expresividad es usada aquí con sapiencia,
representa el polo opuesto. La tragedia de su personaje es su falta de
presencia en el mundo. La incapacidad de ver —y por lo tanto, sentir— el ahora desenvolviéndose frente a sus
ojos. Neil es la personificación de la tibieza de la que habla el sacerdote en
uno de sus sermones; esa inmovilidad con
la que ‘Dios no puede hacer nada’. El
estoicismo masculino que culmina en
una irremediable y sistemática desconexión emocional. No es incomprensible
entonces que su personaje sea prácticamente mudo; que sean su espalda y cuando
mucho su perfil —casi nunca se le mira de frente— nuestro único contacto visual
con el mismo. Tampoco es extraño que sea él la presencia más espectral e
impenetrable de la cinta, aunque se encuentre en la mayoría de sus fotogramas.
El padre Quintana, por otra parte, es el reflejo de una
acepción distinta del amor. Ese amor que le da sentido a las cosas y que en
este caso el director decide vestir sin miramientos de la tradición
judeocristiana —haciendo brotar con esto ámpulas en algunos—. El retrato que
realiza Javier Bardem del ideal del sacerdote —ese que algún día sintió un amor
tan grande por Dios como para dedicar la vida a su servicio— es también notable y particularmente efectivo cuando encarna la pérdida de la
vocación de su personaje como una ausencia que se vuelve cada vez más
paralizante. Es fascinante verlo percibir sus obligaciones de manera primero incierta —paseándose indeciso por
los porches de sus feligreses para luego abandonarlos sin más— y después
amenazante —escondiéndose, por ejemplo, de una endurecida mujer que alguna vez rechazó su
ayuda y ahora la demanda con gritos y golpes a las puertas y ventanas de su
casa (con el cínico y extrañamente adecuado llamado de “loverboy”)—. Él, desde su propia trinchera, ve su vida aquejada por
la misma vaguedad que colma a la de
los otros personajes de la cinta. La suya es también, finalmente, una crisis amorosa.
En To the Wonder,
Malick se interesa más en escudriñar esos dolores eternos que cargamos los
humanos en nuestra búsqueda eterna y confusa de amor, que en presentar una
historia romántica a la usanza común. Su amor es conceptual. Es una entidad y
una voluntad. Es la célula de la que emana nuestra sabiduría, pero también
nuestra sed. Por eso está ahí la devoción de un sacerdote por su Dios que —al
igual que en la pareja principal— lo impulsa a
una promesa que ya no entiende bien. La cinta habla de un amor inmenso, sí,
pero también elusivo. Tan gigantesco que se escapa. Tan luminoso que nos ciega.
Tan vasto que sólo puede ofrecernos breves y paulatinas visitas. “¿Por
qué no para siempre? ¿Por qué tenemos que bajar?”, pregunta el personaje de
Kurylenko a sus adentros, con la añoranza que se apodera de nosotros cada vez
que un fracaso de nuestra capacidad de amar cimbra los fundamentos más profundos
de nuestra existencia; esa añoranza de sentido, tras el dolor innegable de la
pérdida. El director, con sus inusuales métodos, logra desnudar la conexión
íntima que el revés amoroso guarda, en los rincones más oscuros de la
conciencia, con nuestros temores añejos de defectuosidad:
¿Porqué decide abandonarnos ese amor que alguna vez fue? ¿Qué incapacidad
intrínseca nos impide retenerlo para siempre? ¿Porqué lo sentimos y luego no?
El desenlace de la cinta es vago con el destino de sus
protagonistas, mas no así con el sentir del director sobre sus temas. Y no es
que Malick nos ofrezca respuestas claras. No endulza tampoco su desenlace con
complacencias. Prefiere de nuevo la desorientación que usualmente dejan sus
cintas al irse finalmente a negros (y que ya luego, después de abandonado el cine, puede comenzar a acomodarse). Pero tiene la amabilidad de integrar, antes
de eso, un poco de reconciliación a través del personaje de Bardem, quien
parece comenzar a recobrar su fe tras aceptar al fin, sin limitaciones, el llamado
de auxilio de sus hermanos; un llamado que sus inseguridades le incapacitaban
para cubrir. Pareciera proponer que el amor nace de su propio ejercicio —y no
al revés—. Pareciera advertirnos sobre la futilidad de esperar congelados a que
se conjure mágicamente frente a nosotros porque ahí está ya, puesto en todo. En
el volar de los pájaros bajo el rosado atardecer. En el campo de hierba seca
detrás de nuestros patios. En la herida del enfermo. En la vejez del anciano. Ahí
podría estar el amor. Retándonos para aprender a darlo y así tal vez,
finalmente, poder verlo a la cara.
“Gracias, amor que nos
ama”. Éstas son las últimas palabras pronunciadas en To the Wonder.
¿Te lo explico con estrellitas?:
1 comment:
Eternamemte de acuerdo
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